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Dentro de todo, los grandes artistas tienden a ser unos excéntricos. Lo menciono a propósito de uno de mis músicos preferidos y, sin duda, uno de los personajes más extravagantes del siglo XIX alemán: Richard Wagner. No solo por ser demasiado famoso, pues, desde adolescente siempre me gustaron sus tonos y sus temas. La épica alcanza sus últimas consecuencias en la música de Wagner, autor que no le gusta a todo el mundo. En parte debe ser por que es demasiado alemán, y nosotros tendemos a estar acostumbrados a los cánones musicales italianos, más armoniosos y delicados. Por el contrario, Wagner es un rebelde, un alemán que lleva la música a las composiciones más monumentales, y a los temas más desproporcionados. Es, quizá, la desproporción de la música de Wagner lo que la hace más grandiosa.
Hasta hace unos meses estaba descontento porque las únicas piezas de Wagner que tenía disponible eran las versiones orquestadas de los momentos más famosos de su opera. Yo quería su opera. Algo me decía que, lo que era ya grandioso en las piezas orquestadas, en la opera iba a ser sencillamente espectacular. Y de hecho lo es. Una opera de Wagner es espíritu humano crudo elevado a su condición más sublime. Es impresionante, fascinante. Son tres las operas que estoy escuchando: Taanhäuser, la historia de un trovador medieval que se enamora de la diosa Venus; La Valkiria, leyenda antiquísima de cómo una conmovida hija de los dioses salva a un amor prohibido por el destino; y Parsifal, la última de las óperas de Wagner, sobre la solemne historia de la orden caballeresca del Santo Grial y las ambiciones de un rey maldito. Me encantaría avanzar sobre las próximas, pero no es nada fácil cuando cada una de estas obras alcanza fácilmente las tres horas y media. ¿No les había dicho que era monumental? La ópera no es fácil. No a todo el mundo le gusta. A mí tampoco me gustaba. No es tanto algo de gusto, es más un descubrimiento, alcanzar la capacidad para disfrutar una música tan maravillosa. Sin embargo, admito que la ópera de Wagner no es de las más fáciles, y que es sugerible comenzar con autores más amigables como Verdi o Puccini. Yo me quedo con Wagner.
Existe todo un prejuicio, bastante absurdo por lo demás, de que la música de Wagner es inspiradora del nacional socialismo, y que por tal hay que evitarla como perversa en algún punto. Nada más estúpido que pensar esto. Es cierto, la música puede ser utilizada con fines políticos, y también es cierto que la música de Wagner despierta sentimientos poderosos y a veces agresivos, pero es insensato tener tal prejuicio cuando la política se puede hacer de cualquier elemento, sin discriminar, para sus propios fines, y cuando el arte, por lo general, desde Goya hasta Cameron, tienen contenidos poderosos y agresivos. La experiencia estética no debe ser menospreciada por fenómenos sociales, por más indeseables que estos puedan ser. Los artistas pueden estar personalmente comprometidos con proyectos o ideas políticas cuestionables. Wagner era particularmente racista, pero Jacques-Louis David era colaborador del bonapartismo, Miguel Angel trabajó para Alejandro VI Borgia, Karajan fue nazi, Picasso era comunista bolchevique y Sean Penn hoy es chavista. Aquí es cuando uno comprende que la obra de arte trasciende al autor; se convierte en algo más. La opinión de que la actitudes de un autor son motivo para desacreditar su obra es una insensatez. Yo me quedo con Wagner, un músico universal que despierta las más grandiosas y fuertes emociones.