domingo, 27 de junio de 2010

La Tragedia de los Cuatro Emperadores

Hay veces en que la historia resulta mucho más trágica que el teatro y la poesía. Uno de esos momentos es el año 69 d. C. Luego de la conspiración contra Nerón que se urdió para sustituir al tirano hedonista por un emperador anticuado, Galba, el Imperio Romano colapsa en guerra civil por un plazo de un año. La muerte de Nerón trajo consigo un acontecimiento nuevo para el imperio: si bien ya había un precedente en Calígula de que los Césares podían ser sustituidos, hasta ahora sólo se había demostrado que en la dinastía Julio-Claudia, descendientes de Octavio, el pueblo y las legiones encontraban una legítima fuente de autoridad. La muerte de Nerón y su sustitución por Galba, de la familia Sulpicio, presentó un fenómeno político característico: la quiebra de la unidad de la legitimidad de la autoridad. En consecuencia la siguiente pregunta hecha por otros hombres poderosos del imperio, "¿Si Galba puede ser emperador, por qué no yo?" Esta pregunta no se la podían hacer en la época de la dinastía Julio-Claudia. Había un motivo por el cuál en esa familia residía el poder de los Césares: eran descendientes del divino Augusto. Con Galba ese argumento, punto fundamental donde se sostenía la autoridad legítima de los emperadores, desaparece.

En pocos meses un noble relativamente desconocido empieza a conspirar para arrebatarle el trono al envejecido emperador. Utiliza el poder corruptor del dinero para ganarse la lealtad de los soldados y centuriones emplazados en Roma, contrarrestándo el nuevo régimen de austeridad y "virtud" que la administración de Galba estaba tratando de imponer, política muy impopular entre una soldadesca acostumbrada a los lujos y licencias de los años de Nerón. El nombre de este ambicioso conspirador es Otón. Mientras tanto las provincias altamente militarizadas de Germania proclaman a su gobernador como verdadero y legítimo emperador: Vitelio. En las provincias de oriente el rumor del liderazgo de un general muy popular, Vespasiano, comienza a recorrer el mundo helénico.

El inicio de la tragedia: pocos días después de que la noticia de la rebelión de las legiones de Germania llega a Roma, Otón orquesta un golpe de estado magistral, en el que, con la ayuda de un grupo de sediciosos centuriones, se hace con el campamento militar en las afueras de la ciudad, y gracias a la confusión producida en el bando imperial, los conspiradores atrapan a Galba y a toda su corte en el Foro, y en una demostración de impiedad no antes vista en la ciudad, son asesinados por los soldados ante la mirada de los ciudadanos y de los templos de Roma. El Senado, aterrado (como siempre), proclama a Otón como nuevo emperador, y declaran la guerra a Vitelio, cuyas legiones marchan hacia el sur, dirección a Italia. El resultado en los próximos meses se ve venir. La superioridad moral y material de las legiones germánicas se imponen sobre las suavizadas tropas de Italia, y en una campaña que se desarrolla en el valle del Po, los generales de Vitelio derrotan aplastantemente a los ejércitos oficiales. Otón, aunque su causa no está del todo perdida, en un ataque desgarrador de desesperanza se suicida en contra del clamor de sus soldados, clavándose en el pecho una espada. La corte hedonista de lo que parece ser un nuevo Nerón, Vitelio, se traslada lentamente hacia Roma, entre espectáculos de gladiadores y desfiles militares a medida que transitan por cada ciudad del norte de Italia.

La administración de Vitelio sólo demuestra ser una serie consecutiva de errores y negligencia. En el Este la indignación entre los cuadros altos y medios de las legiones se hace sentir. Vespasiano, el héroe de las guerras en Britania, y ahora en Judea, es proclamado Emperador, primero en Alejandría, luego en el resto de las ciudades del oriente helénico. Una guerra aún mayor es preparada, con el uso masivo de los recursos de Oriente para dirigir una flota que monte un cerco a la península italiana. Y aunque caudillos y reyesuelos de frontera, como los dacios, el reino del Ponto y algunas tribus germánicas, aprovechan para rebelarse contra el dominio de Roma, en poco tiempo son reducidos. Vespasiano moviliza todas las fuerzas desde Iliria (actual Dalmacia), hasta Siria, y prepara una invasión de Italia desde el noreste. La indolencia de Vitelio es difícil de creer, utilizando de su prestigio como emperador (curiosamente se niega a recibir el título de César), vive en banquetes y orgías, alimentando sus vicios, entre los cuales está el de una gula incontrolada (Vitelio sufría de obesidad). Sin duda el más patético de los personajes de esta historia, un emperador sin experiencia militar, que asumía la autoridad suprema del imperio más grande habido en el Mediterráneo para disfrutar como un esteta decadente. Sordo a las advertencias más prudentes y abierto a los elogios más arrastrados, Vitelio no sabe cómo detener la marcha de las tropas de Vespasiano. De tal manera es traicionado hasta por sus más cercanos colaboradores, que al cambiarse de bando lo dejan abandonado en la inmensidad de un palacio de los placeres. Su general de mayor confianza, Valens, hace todos los esfuerzos, pero en definitiva es derrotado, capturado y ejecutado.

Cuando las legiones de Vespasiano, comandadas por Antonio, montan cerco a Roma y la toman por la fuerza, Vitelio en su desesperación no sabe que hacer. Había intentado abdicar; sus tropas no se lo permitieron. Se había escondido en la casa de su esposa; el miedo lo llevó a regresar al palacio imperial. Cuando entra en los pasillos y salones de su antigua residencia, el hogar de los Césares, ésta ha sido abandonada por sus colaboradores, libertos y esclavos. Hayamos la figura trágica de un emperador obeso corriendo, y probablemente en llanto, pidiendo a gritos el auxilio de una corte que se había desvanecido de entre los lujos de un palacio abandonado, mientras las puertas de Roma están siendo derribadas por soldados romanos. En un escondite miserable, en una pequeña habitación sucia de algún sirviente, allí es encontrado Vitelio en lo más bajo de su conmiseración. Es arrastrado hacia afuera por un miembro de la guardia, enjuiciado publicamente y ejecutado. Dos son las versiones del final de su cadáver: arrojado a las aguas de Tíber o lanzado por las escaleras Gemonías del monte Capitolio.

Los despojos de la guerra incluyeron el saqueo y aniquilación de varias ciudades galas por la marcha de las tropas de Vitelio, la matanza de la corte de Galba en medio del Foro por los leales a Otón, la destrucción total de la ciudad de Cremona por las tropas de Vespasiano, y lo que parece más trágico a los ojos de Tácito, la quema total del templo de Júpiter en el Capitolio, el centro del culto más importante y antiguo de Roma, en medio del asedio de la fortaleza del Capitolio por tropas leales a Vitelio en contra de un grupo de nobles conspiradores liderizados por el hermano mayor de Vespasiano que se habían atrincherado en el monte. El año de los cuatro emperadores (69 d. C.) sorprende por su nivel de dramatismo y la repetición consecutiva de injusticias y violencias, y nos impacta como uno de los más trágicos de la historia de la Antiguedad: la masacre de Galba en el Foro, el suicidio de Otón en su tienda militar, la desgarramiento de Vitelio en el palacio vacío, y la definitiva victoria de Vespasiano sobre todos los demás. La guerra civil como el más trágico de los acontecimientos sobre un pueblo, y el pretorianismo cesarista como el fin lamentable de la libertad republicana.

Este texto está inspirado en mi reciente lectura de las Historias de Tácito.

lunes, 14 de junio de 2010

Por qué no soy Demócrata

Para responder esta pregunta voy a pedir, con su permiso, ayuda a una de las autoridades más formidables en materia de teoría democrática, cuyas palabras hablan por sí mismas. Alexis de Tocqueville escribe en Democracia en América:

"Se comprende que la centralización gubernamental adquiere una fuerza inmensa cuando se añade a la centralización administrativa. De esta manera acostumbra a los individuos a hacer abstracción completa y continua de su voluntad; a obedecer, no ya una vez y sobre un punto, sino en todo y todos los días. Entonces, no solamente los doma por la fuerza, sino que también los capta por sus costumbres; los aísla y se apodera de ellos uno por uno entre la masa común." (pg. 97)

"Pero creo que la centralización administrativa no es propia sino para enervar a los pueblos que se someten a ella, porque tiende sin cesar a disminuir entre ellos el espíritu de ciudad. La centralización administrativa logra, es verdad, reunir en una época dada, y en cierto lugar, todas las fuerzas disponibles de la nación, pero perjudica la reproducción de las fuerzas. La hace triunfar el día del combate, y disminuye a la larga su poder. Puede, pues, concurrir admirablemente a la grandeza pasajera de un hombre y no a la prosperidad durable de un pueblo." (pg. 98)

"Un poder central, por ilustrado y sabio que se le imagine, no puede abarcar por sí sólo todos los detalles de la vida de un gran pueblo. No lo puede, porque tal trabajo excede las fuerzas humanas. Cuando él quiere, por su solo cuidado, crea y hace funcionar tanto resortes diversos, se contenta con un resultado muy incompleto, o se agota en inputiles esfuerzos." (pg. 100)

"¿Cómo descansa la libertad de las cosas grandes en una multitud que no ha aprendido a servirse de ella en las pequeñas?
¿Cómo resistir a la tiranía en un país en que cada individuo es débil, y en donde los individuos no están reunidos por un interés común?" (pg. 104)


En este cuerpo pequeño de ideas está condensado el argumento central de por qué no soy demócrata en general, y de por qué no estuve de acuerdo con el programa de reforma de salud de Obama-Pelosi en particular. No niego que el sistema de salud norteamericano actual sufre de problemas considerables que deben ser atacados políticamente. El mercado actual se ha demostrado insuficiente. Pero reflexionemos un poco sobre la solución demócrata al problema. La legislación aprobada hace tan sólo unos meses centraliza en manos del Estado Federal la administración de los programas de seguro de salud de todos los Estados Unidos, incrementando en varios miles la cantidad de burócratas que tendrán que asumir tal responsabilidad, más el gasto público que lo acompaña. Gasto público de por sí no es necesariamente malo, a diferencia de como creen algunos economistas neoclásicos; pero el incremento excesivo de la burocracia si tiene consecuencias perjudiciales para el porvenir de cualquier república democrática.

La solución demócrata es centralizar, lo cual equivale a alejar aún más las decisiones de interés público de los primeros interesados: los ciudadanos norteamericanos. El fin último es asegurar la salud indispensable a todos los ciudadanos, y eliminar de una vez por todas la injusticia de una mala salud. Es decir, asegurar a los menos favorecidos por la suerte. Tal fin parece ser sin duda muy noble. ¿Pero a qué costo? ¿Estamos dispuesto a sacrificar el porvenir de toda una república para asegurar momentáneamente el bienestar de sólo algunos? ¿Es tal decisión racional y/o moral cómo se ha querido que creamos? Mi opinión ante tal cuestionamiento es clara: la libertad política de una república es un bien superior y trascendente, ante la salud de sus individuos particulares. El bien común se antepone al bien privado.

No soy demócrata porque temo que el Poder Federal, creciendo sin parar desde F. D. R., algún día sea indestructible, y abrume por completo las fuerzas conjuntas de los ciudadanos libres. No se equivoquen; la historia da giros repentinos, y el aparato burocrático de control centralizado que hoy en día se construye en los Estados Unidos puede muy bien servir los intereses de un futuro tirano. ¿Quién sabe? Los griegos y los romanos también tuvieron siglos de libertad, y el sueño concluyó con la tiranía de la monarquía macedónica primero y con la de los césares después. ¿Qué nos hace creer que nuestra cultura, o los Estados Unidos, son inmunes a los cambios repentinos de la historia? En Venezuela hace unas décadas se creía imposible una tiranía socialista: allí la vemos hoy.

El partido demócrata, tanto como el ala neoconservadora del partido republicano, ambos tienen una tendencia a centralizar funciones administrativas en el Poder Federal. Ambos quieren solucionar los problemas nacionales con grandes coluciones burocráticas. Tocqueville lo plantea muy bien "De esta manera acostumbra a los individuos a hacer abstracción completa y continua de su voluntad; a obedecer, no ya una vez y sobre un punto, sino en todo y todos los días." A medida que el Poder Federal se apropia de funciones administrativas, está quitando a la base de los ciudadanos la capacidad de, por ellos mismos, asumir tales responsabilidades. Si bien es verdad que la centralización resuelve el problema inmediato, también es una verdad histórica que "la centralización administrativa no es propia sino para enervar a los pueblos que se someten a ella, porque tiende sin cesar a disminuir entre ellos el espíritu de ciudad." Y ni siquiera el argumento utilitario vale la pena pues "un poder central, por ilustrado y sabio que se le imagine, no puede abarcar por sí sólo todos los detalles de la vida de un gran pueblo."

Nunca demos la libertad por dada. Siempre existen amenazas y enemigos, y siempre existirán. Resolver todo a la forma europea, concediéndole al Estado central la administración más amplia de la cosa pública, cediendo entonces nuestro poder de administrarnos a nivel local, es crear la estructura sobre la cual cualquier tirano del futuro puede sencillamente acabar con la libertad. El bienestar social no justifica jamás una disminución de la libertad. Al menos no en una república de ciudadanos libres. El absolutismo del bienestar social es para pueblos de súbditos, que sacrifican el valor trascendente de su libertad, a un poder extraño que le facilita todos los aspectos de su vida. Es un canje de libertad por seguridad. Los grandes pueblos son siempre libres, los pueblos pequeños disfrutan de los grandes monarcas y tiranos. En pocas palabras, los demócratas, con su ideología welferista, fundamentada en principios morales aparentemente justos, socavan la base sobre la cual toda la libertad estadounidense se construye: la autonomía de los Estados y el poder de los ciudadanos reunidos. Mejorar el bienestar general no es un objetivo lo suficientemente valeroso como para poner en riesgo la tradición de la libertad republicana. Por eso no puedo ser demócrata, y por ese mismo motivo no siento ningún aprecio por las tendencias centralizadoras de la pasada administración Bush. Es necesario un cambio de liderazgo en el partido republicano. Los demócratas no tienen solución.

viernes, 4 de junio de 2010

Por qué soy Republicano

Con un mes cumplido en la ciudad de Nueva York, siento que ya es buena hora para explicar los motivos por los cuales soy republicano. Esta es una ciudad muy liberal, y la etiqueta de republicano tiende a ser motivo para muchas confusiones. Explicaré un poco en qué consisten y los motivos por los cuales creo que la gente tiene esta opinión.

Existe una opinión más o menos difundida de que el partido republicano es un partido de oligarcas, de hombres de negocios, amigos de Wall Street, multimillonarios y petroleros. La experiencia de la administración Bush da mucho pie a esta creencia. Sin duda esa administración estuvo muy marcada por la presencia de hombres de los altos negocios del petróleo y otros amigos de la libertad de los Wall Street guys a hacerce millonarios. Pero no debemos olvidar que esto fue sólo una administración, un liderazgo históricamente concreto y delimitado; que no es motivo para universalizar sobre toda la base de principios republicanos del partido fundado por Abraham Lincoln e inspirado en el antiguo partido Demócrata-Republicano de Thomas Jefferson. A nadie le gustan los oligarcas. A mí tampoco me agradan en lo más mínimo. Pero he aquí los motivos por los cuáles yo soy republicano, motivos que representan mi convicción en valores que existen en el actual GOP, pero que han quedado apartados por esta visión neoconservadora de la política.

El primero y más importante de todos los principios, desde el cual parten todas las demás ideas republicanas: el patriotismo. En pocas palabras, la firme convicción de que mis intereses individuales, y los de mis allegados y partidarios, son necesariamente secundarios al lado del bien de la república. Todos somos naturalmente egoístas, pero el patriotismo es un llamado excepcional a sacrificar dicho egoísmo en el momento en el que el país al que uno pertenece exige un compromiso que nos puede incluso costar hasta lo más grande; la vida misma. Es la idea de que yo soy un ciudadano más, menos importante que el conjunto de toda la república, y más pequeño que toda su grandeza, por lo cual no está justificado de ninguna manera el sacrificar los interses de mí país por mis interses personales. En definitiva, creer que el bienestar de mí país está por encima de mí bienestar propio y del de cualquier otro pueblo, si llegasen a ser contradictorios (lo cual no pasa todo el tiempo).

Patriotismo viene del latín patria, la tierra donde naciéron mis antepasados; o lo que es similar, la tierra sobre la que yo un día seré el antepasado de mis descendientes. Es el sacrificio de uno mismo por la idea de la libertad que en el futuro disfrutarán mis descendientes y sus semejantes. Patriotismo sin libertad no existe, porque sólo la libertad nos hace iguales en tanto ciudadanos. La República exige la libertad y la igualdad entre los ciudadanos, porque sólo así yo puedo sacrificar mi bien individual por el bien que disfrutan todos mis semejantes; bien que vuelve a ser esa libertad e igualdad que me une al cuerpo civil entero. Ante todo la república, luego vengo yo. Ese es el principio republicano por excelencia y que es imposible en otras formas de gobierno donde algunos disfrutan de privilegios que a todos los demás le están excluídos.

El conservadurismo es el segundo principio que me lleva al republicanismo. Sin embargo, el conservadurismo no es más que una conclusión lógica del patriotismo. Porque si se trata de amar a la patria, se la ama tal cual es. El conservadurismo parte de la idea de que el país al cual amamos y del cual nos sentimos orgullosos, es un país que debemos cuidar con prudencia, y no dejarnos controlar por los deseos egoístas de seguridad personal que debilitan las bases de la república. La moral pública es la base espiritual más fuerte y profunda para la preservación de los valores de libertad e igualdad de la república. Sin esa moral, todo el sistema de derecho, todas las normas de convivencia, se quedan vacías de contenido, como un edificio abandonado y en ruinas que, al carecer de habitantes, podemos derrumbar sin muchos problemas. Nuevamente es el amor a nuestro país lo que nos lleva a conservar sus costumbres más antiguas, que no son necesariamente racionales. La moral privada es un problema del individuo con Dios; la moral pública es un problema mío entre mis semejantes con quienes comparto una vida y unos bienes en común: la república, su libertad y su igualdad expresadas en el derecho.

Soy republicano porque creo en el sacrificio del patriotismo, como una de las acciones más nobles y más engrandecedoras del espíritu humano. No me gustan los demócratas porque, por su ideología welferista, realzan y estimulan los deseos egoístas de los individuos por la seguridad personal y su voluntad de libertinaje por encima del bien de la república. El supuesto altruismo demócrata esconde un deseo profundo de asegurar mis deseos inmediatos del compromiso que me exige mi país. Al final no es más que hipotecar hoy, a través de la intervención del Estado, la libertad que nos va a ser necesaria en el mañana. Yo no estoy con el Estado, yo estoy con la República. El primero nos oferce seguridad, la segunda nos ofrece libertad. El primero nos cuida de todo daño, la segunda promueve nuestra grandeza espiritual. Y como dijo maravillosamente el presidente Kennedy, palabras que no deben ser olvidadas jamás: "No preguntes qué puede hacer tu país por ti; pregunta qué puedes hacer tú por tu país."