sábado, 31 de julio de 2010

La sabiduría de los Antiguos y la estupidez de los Modernos

Tucídides, Polibio, Tácito: la demostración de que, fuera de lo tecnológico y estético, los Modernos no tenemos nada de novedoso. Al final somos la versión cristianizada de la experiencia política de los Antiguos. O al menos a esta conclusión he llegado con frecuencia cada vez que leo a los historiadores clásicos, lo cual me ha llevado a desarrollar la siguiente juicio: los Antiguos tenían una sabiduría política que nosotros los Modernos estamos muy lejos de poseer. Repito que hablo de sabiduría y no de conocimiento. Es decir, que sus nociones espontáneas y basadas en la experiencia histórica de cómo funciona la política y las formas de gobierno es en los autores clásicos mucho más desarrollada que los intentos ambiciosos y artificiales de la Modernidad de racionalizar la política, siempre con resultados parciales. Esto nos ha llevado a ignorar grandes temas, o incluso a descartarlos, que son determinantes en la política, y que para los Antiguos eran axiomáticos.

Para dar algunos ejemplos: un tema muy recurrente en la historiografía clásica es la Fortuna. Nosotros tenemos siglos ya, más o menos desde Hobbes, pero con insistencia incluso en Locke, Voltaire, Smith, y ni se diga de Marx y descendientes, etc., en la que nuestro pensamiento político se orienta exclusivamente en construir modelos racionales de justicia y estabilidad. Y es que todas las formas de progresismo han demostrado ser una falta de sabiduría verdaderamente vergonzosa. Creer que tenemos el control total de los factores que determinan la vida política de un pueblo y comunidad política es sencillamente ingenuo. Nunco lo hemos tenido, y la historia es una demostración de ello. Para los que lo siguen creyendo, todos nuestros sueños poshistóricos parecían estarse cumpliendo luego de la caída del muro de Berlín, hasta que dos aviones chocaron contra los edificios principales del World Trade Center en Nueva York, y la historia volvió a comenzar. Y los que hoy todavía creen que el mundo sigue un curso directo al desarrollo, se verán horrorizados ante la tragedia del oscuro y caótico futuro que espera a la civilización Occidental y sus dependencias asiáticas.

En cambio, los Antigüos estaban tan claros en el factor suerte, en el poder de la Fortuna, en su capacidad para doblar los acontecimientos, en imponer los giros más impredecibles en el desarrollo de las comunidades políticas, que un proyecto tan ambicioso y racional como el de la República de Platón concluye el libro X con Sócrates afirmando que tal forma de gobierno sólo es posible en el cielo y las ideas. Pero lo que para mí es el momento más sublime de la sabiduría de los Antiguos con respecto a la Fortuna de la política está relatado por Polibio. Dice el autor que, estando presente ante la destrucción de Cartago, nota que Escipión el Menor, el artífice de la destrucción de la archienemiga de Roma, está llorando. Polibio, siendo amigo personal de Escipión, le pregunta confundido cómo es que puede llorar en el momento en que le ha dado a su país la gloria y la victoria más grande de todas, y Escipión responde que llora por Roma, pues de la misma manera como Cartago en un tiempo dominó el mundo con su poder y hoy arde en las llamas, sufre por el día futuro en el que su ciudad también arderá. ¿Sueño de progreso y desarrollo universal? Jamás. Por el contrario, entendimiento profundo y realista de la historia y la política. Prueba de ello es que los romanos hayan deidificado a la Fortuna y pagado sus respetos a la que consideraban la fuerza más determinante del universo.

Otro tema que para los autores clásicos era prácticamente axiomático: el vicio y la degeneración que causan los períodos demasiado largos de paz, estabilidad y riqueza. Vemos este tema recurrir en buena parte de la literatura greco-romana y que para nuestras tradiciones de pensamiento político, tal idea resulta simplemente aberrante. ¿Por qué? Porque los Occidentales hemos estado soñando con un futuro de mentira. Hemos llegado a creer que el fin único y justificación última de la política es la construcción y preservación de un orden de estabilidad, prosperidad económica, fraternidad universal, donde las preocupaciones de la vida diaria se reducen a una escogencia entre placeres y diversiones. Qué pobres hemos sido. Precisamente para lo que nosotros hemos estado apuntando desde Hobbes es para los Antiguos el principio del vicio y la degradación, preludio de los peores desastres y las más grandes injusticias, como lo demuestra su historia una y otra vez, y la nuestra también; sólo que nosotros no queremos terminar de convencernos, por más evidente y aplastante que resulte esta realidad, de que todo aquello que creímo y añoramos no ha sido más que un sueño. El reino de Dios sólo existe después de la muerte (al menos eso si lo hemos entendido, aunque lamentablemente ha estado siendo desmentido los últimos trecientos años). Lo demuestra el hecho de que hayamos creado toda una corriente que no cree en el vicio, que lo desmiente, que relativiza toda realidad ética y atomiza en el individuo todo el poder soberano. Ideas superfluas que sólo han ayudado a esconder la cruel verdad: que el vicio es germen de la destrucción de la libertad y la degeneración de las formas de gobierno; que es el principio que nos hace escuálidos y ciegos ante las realidades políticas, algo que para los autores clásicos era mero sentido común. Eso está pasando hoy, y quienes lo advierten son señalados de reaccionarios y atacados de fascistas. Por favor... El vicio: toda degeneración de las costumbres que fortalecen las instituciones, y la consecutiva pérdida de la capacidad física y moral que nos permite defender y preservar las virtudes de nuestra forma de gobierno; entiéndase la libertad. Esto implica la incapacidad para identificar a los enemigos de nuestra forma de vida, y la ficción en la que usualmente vivimos de que la tolerancia de toda diferencia es justa y buena. Amenazas que incluyen un set de ideas que descompone esa misma forma de vida, para deformarla y hacerla irreconocible. Esto sucede en esos momentos de larga paz y prosperidad. Para los Antiguos era una tragedia clara y evidente. Para nosotros es el ideal último. Al final no va a hacer ninguna diferencia. Sólo quedarán los rastros de toda una civilización tonta que no identificó el germen interno de su propia desaparición. Y así concluirá nuestro papel en la tragedia.

4 comentarios:

Eduardo Arteaga dijo...

Es que no es la fortuna el mayor determinante de toda actividad Humana? No podría estar más de acuerdo con tu opinión en este artículo. Profundizemos en ella.

Thaelman dijo...

Compañero Eduardo,

Pues si, uno se da cuenta de la reverencia por la Fortuna en los historiadores clásicos. Los Antiguos no tenían otra forma de explicarse los repentinos y dramáticos cambios en el destino de los pueblos sino a través de la intervención de una fuerza desconocida e impredecible. Una fuerza que, dentro de todo, por más pagana que fuera, no es contradictoria con el Dios Cristiano, cuya intervención en el mundo de los hombres (la política) es sutíl y a veces imperceptible. Claro que la divinización de la Fortuna es algo típico del paganismo de los romanos.
En todo caso, el ideal progresista quiere hacer del mundo el Reino de Dios en la Tierra. Un mundo perfecto que no comprende a la Fortuna como la determinante más importante en la historia de los pueblos humanos. Este es, quizá, el punto más radical en el que se han equivocado todos los modernos desde Hobbes hasta Marx y más allá. Tanto los Antiguos como los primeros Cristianos, nunca pretendieron la arrogancia de conquistar en el mundo terrenal lo que sólo se alcanza en en la trascendencia.

Eduardo Arteaga dijo...

Querido Thealman,

Aunque acuerdo contigo que la fortuna ha sido dejada a un lado en muchas tendencias del pensamiento moderno, como ejemplo Marx; pero discrepo vehementemente con que ese sea el ideal progresista.
El moderno no trabaja con absolutos, por lo tanto, la fortuna es tomada en cuenta. Tan es así, que la idea de la fortuna, -o el azar- lo definen de manera matemática, su lenguaje por elección. Un progresista diría: un evento ocurre con x probabilidades de certeza, incluso cuando la probabilidad de que no ocurra sea ridícula. Al menos esto ocurre en tanto hablemos de ciencia, lógica y filosofía, como ejemplo tenemos a Godel, Russel, Skinner y Whitehead. En tanto, la creencia de que la modernidad no contempla la fortuna es una creencia popular derivada del éxito de la misma, pero no de sus fundamentos. Incluso, las ciencias sociales y jurídicas, contempla la fortuna. Aunque a esta la racionalizan y no la aceptan como los antiguos. Las razones son varias, pero la más humilde es que no somos capaces de identificar y muchos menos de medir todas las variables involucradas en los fenómenos que estudiamos.
Reflexionando sobre lo que te respondí me di cuenta de que sí, estoy de acuerdo con que la modernidad no tiene tan estampado a nivel intuitivo el poder de la fortuna que tenían los antiguos, que tiene que ver mucho con la sabiduría. Pero igual forma parte integral de la sabiduría del mismo.

Thaelman dijo...

Compañero Eduardo,

Es bueno que menciones a autoridades del siglo XX. Porque es el siglo XX la demostración intelectual de que el progresismo, o veámoslo así, el proyecto Ilustrado del siglo XVIII que tiene sus inicios filosóficos en el racionalismo del siglo XVII, ha quedado ya completamente pasado de moda. ¿Por qué? El surgimiento de la sobernaía de la estadística en la política y la psicología en la economía es una prueba de que ya la razón y el materialismo han quedado agotados como argumentos para la acción.

El progreso ha quedado muy mal parado luego de Nietzsche, Spengler y Foucault, la caída del muro de Berlín y el fracaso de la Constitución Europea. Fue un sueño, irreal, ingénuo. El siglo XX, como culminación del progresismo y sus experimentos más radicales, es un total fracaso.

Hoy el mundo parece avanzar a la deriva, y las pequeñas conquistas de los liberales en Estados Unidos y los partidos socialistas en Europa resultan respuestas pobres a los desafíos más trágicos de nuestra era: el auge del radicalismo islámico, el renacimiento de la autocracia en Rusia y América Latina, la Decadencia de Occidente. La historia se mueve por cíclos como ya lo entendía muy bien Polibio en el siglo III a.C. o por el Eterno Retorno, con lo que Nietzsche abofeteó los sueños más ingénuos de la Izquierda Occidental.