martes, 1 de diciembre de 2009

Felicidad y Eudaimonía

Ultimamente me ha parecido que los antiguos estaban más claros que nosotros los modernos en varias cosas. Entre ellas la moral y su hermana gemela la felicidad. La palabra griega que nosotros traducimos por felicidad, no por su equivalencia de significado, pero por ser lo más cercano al uso común, es eudaimonía. Y si nos atenemos al significado, sociológicamente hablando, que los antiguos le daban a tal palabra, ya podremos descifrar algunas tendencias. No pretendo hacer una explicación exhaustiva de la eudaimonía; tan sólo establecer mi posición respecto del tema.

Etimológicamente eudaimonía quiere decir literalmente, más o menos, espíritu bueno (eu=bueno, daimon=espíritu). Y puede ser traducido con mayor precisión como estado de plenitud. Nuestro concepto de felicidad es lo que más se acerca a esto, pero temo decir que la noción griega es mucho más compleja. Antes de abordarla hablaré un poco sobre la noción más difundida de felicidad que existe en nuestra cultura, y que está asociada al tema de la libertad.

Sería totalmente errado establecer que la noción de felicidad, tanto como la de libertad, es algo homogéneo en nuestra tradición. Nada más lejano de la verdad, nuestra cultura, especialmente la académica, se caracteriza por permanecer en constante debate. Sin embargo la tesis más difundida en nuestra sociedad es la utilitaria. Para resumirlo de manera brutal, la racionalidad es nuestra capacidad para evaluar nuestras opciones de acuerdo con criterios de utilidad, es decir, de costo/beneficio. En tal medida nosotros hacemos una evaluación interna en lo que llamamos libre albedrío, y permanecemos libres mientras ésta evaluación toma lugar. Tan pronto como descubrimos nuestra preferencia de acuerdo con el criterio de racionalidad, tomamos la decisión y pasamos de la fase deliberativa a la fase de la praxis. En lenguaje hobbesiano, la voluntad libre no es más que la preferencia última luego de un proceso deliberativo. Ajustamos costos a beneficios, tomamos la decisión más conveniente y "voilà!", somos sujetos libres. Y si nuestro margen de opciones es amplio, entonces podemos ajustar mejor nuestras decisiones para incrementar el beneficio de los placeres (Stuart Mill establece la diferencia entre dos tipos de placeres, unos más profundos que otros, explicación que no deja de ser insuficiente para nosotros) y apartar de nosotros el costo de los dolores. De acuerdo a esta tesis, somos más felices en la medida en que nuestro libre albedrío tenga mayores opciones de escoger placeres y evitar dolores. Hechos los pendejos, los utilitaristas construían la base filosófica para la actual cultura consumista. Si vieron la hermosa película animada "Wall-E" entenderán con plena exactitud mi punto: cuando el protagonista encuentra a los humanos en una nave espacial, se topa con una sociedad de individuos alienados por completo en la ininterrumpida satisfacción de sus inclinaciones (en lenguaje kantiano), lo cual es, metafóricamente, el paraíso del utilitarismo. Esta caricatura es, de hecho, una buena imagen de lo que es el utilitarismo llevado a su máxima absoluta. Claro, nuestra sociedad no es del todo así, pero la exageración caricaturesca sirve para ilustrar los principios fundamentales de la teoría.

De de hecho la psicología simplista iniciada por Hobbes es o no fundamento de la libertad verdadera, o si la libertad pertenece más bien al universo de los imperativos categóricos de Kant, o a la autoconciencia de la historia de Hegel o de Marx, eso no me interesa en este momento. Mi tema en este escrito es sobre la felicidad de la persona. De aquí regreso a los antiguos, y a los motivos por los cuáles considero que los señores de la Antigua Grecia estaban más claros que nosotros, inteligencias humanas de más de dos mil años después.

Eudaimonía no sólo era felicidad entendida como ese estado emotivo de la persona en la que siente una suerte de plenitud momentánea. Eudaimonía denota, además, un estado de ánimo que es tanto interno (nuestra felicidad) como externo. Esta manifestación externa vincula a esa plenitud interna con el éxito y la prosperidad (no necesariamente material). Es decir, el ser feliz para los antiguos no es una cosa de momentos, sino un estadio de la vida que se manifiesta a todos los que lo ven. Esto que puede sonar un poco abstracto se ilustra muy bien en una anécdota que nos llega a través de Herodoto cuando Solón de Atenas visita al tirano de Lydia, Croeso. Según nos cuenta, Croeso, que para entonces era el rey del Egeo más rico y poderoso de todos, luego de mostrarle a Solón todas sus gigantescas riquezas, le preguntó (en vista de que creía del ateniense ser uno de los hombres más sabios) quién era el hombre más feliz del mundo. La trampa se nota con total claridad, pero Solón respondió algo totalmente inesperado para el tirano. El sabio le dijo con total sinceridad que consideraba a los hombres más felices a unos particulares de Atenas que habían tenido muertes honrosas y que habían vivido sus vidas gozando del aprecio y del amor de los demás, habiendo vivido por largos años hasta ver a sus hijos y a sus nietos crecer con salud y prosperidad. A Croeso esto le resultó una insolencia, pretender que unos pequeños hombrecillos de Atenas podían compararse con la grandeza de su reino. Pero con el tiempo la historia demostró que Solón estaba en lo correcto. El reino de Croeso fue invadido poco después por Ciro de Persia, y el rey lidio fue capturado y puesto en una hoguera. Justo antes de ser incinerado Croeso gritó al cielo el nombre de Solón, y entendió por completo lo que éste le quiso decir en aquél momento.

Esta historia es muy bella, pero además es muy útil para mi actual argumento. Desde un punto de vista utilitario, Croeso sin duda puede ser el hombre más feliz del mundo. Tenía las riquezas para incrementar y saciar sus inclinaciones y alejarse por completo del dolor. Sin embargo esto no le valió de nada porque al final perdió su reino por culpa de su imprudente ambición y fue humillado ante el cadalso por Ciro. En cambio aquellos pequeños ciudadanos atenienses habían logrado lo que los griegos llamaban eudaimonía. Para resumirlo, nuevamente de manera brutal, y de acuerdo con la tesis aristotélica donde yo me inscribo, la felicidad está íntimamente ligada con la práctica de lo que los griegos llamaban "arete", que nosotros traducimos como virtud. Sin embargo, y como es usual, la palabra griega es más compleja y de mayores implicaciones que la nuestra. De hecho arete quiere decir algo como excelencia. En la medida que uno practica virtudes, no sólo es beneficiario de los bienes que nos permiten, sino que, además, uno disfruta de cierta satisfacción al contemplar que las acciones de uno están hechas excelentemente. Esta excelencia, además, es reconocida visiblemente por los demás y el resultado es la admiración.

En definitiva, la eudaimonía significa que nuestra personalidad, es decir, quienes somos, se devela ante los demás en momentos de sobresaliente excelencia, lo cual sólo se logra a través de las virtudes. Este alcance de la eudaimonía es un estado de plenitud, no sólo de nuestras inclinaciones, lo cual no es muy diferente al simple consumo, sino de una plenitud espiritual y radiante que los demás pueden contemplar y reconocer, hasta el punto de tratar de imitar. La felicidad, como la entendían los antiguos, no era una mera experiencia subjetiva encerrada en el individuo. Era una manifestación externa de la personalidad que se compartía con los demás y que sólo se lograba a través de la arete, de la práctica conciente de las virtudes.

Yo he vivido esto. Lo viví recientemente en honor a mi graduación. La felicidad como plenitud del espíritu se logra a través de esa excelencia que te da solamente la práctica de las virtudes, cuando te reconocen por ser el primer promedio de la facultad, cuando te reconocen por tus méritos académicos, cuando tu familia y tus amigos te demuestran el orgullo que sienten por ti, cuando alcanzan el éxito como te lo habían planteado y en el momento de plenitud irradias la verdadera felicidad y alejas de ti la envidia y el rencor de los demás. Porque la envidia se siente hacia lo que los demás tienen, en tanto que consumen algo que uno no consume, entonces envidian. Pero los logros de la excelencia inspiran la emulación, y satisfacen el orgullo de los seres queridos. Esta última ecuación no existe en el utilitarismo, y es por ello que la considero una teoría muy pobre que no logra comprender la verdadera esencia de la condición humana, a diferencia de la lucidez de las teorías clásicas, especialmente la del grandiosísimo señor Aristóteles.

3 comentarios:

Colotordoc dijo...

Hola Thaelman:

Interesante reflexión. Si te soy sincero ni conocía la palabra (Eudaimonía).

Quizás los antiguos no eran mejores que nosotros, solo que no había una sociedad estructurada como la nuestra. Quiero decir que ellos eran más determinantes (hace rato leía sobre el código de Hammurabí)y nosotros hemos matizado. Es una opinión personal.

Felicidades por el grado. Claro que uno es feliz por el logro obtenido (familia, grado, trabajo en ese orden para mi). Y esa felicidad (o eudaimonía) nos abre el camino del siguiente objetivo.

Saludos

Thaelman dijo...

¡Muchas gracias compañero Manuel!

Uno de los temas que a mi más me atrapa es el de la noción de libertad y el de la felicidad, y qué es lo que se debe entender por ellas. En mis recientes estudios he descubierto que los antiguos tenían una noción de la condición humana mucho más desarrollada que la nuestra. Me parece que la modernidad cometió muchos errores conceptuales, tanto en la ética como en la política, comenzando por el inglés Tomás Hobbes.

Un saludo.

jorge luis díaz dijo...

Hola Thaelman,

Coincido contigo sobre la idea que la felicidad no es algo meramente personal. Tal es así, que se cuenta que en la creencia griega se tenía por daimón al espíritu que todos llevamos a espaldas. Este espítu permanece con nosotros pero no le podemos ver, sino nuestro prójimo, es decir, es visible para los demás menos para nosotros. Además este daimón se libera cuando morimos, lo que indica que sólo podemos saber si actuamos bien cuando terminen nuestros días de vida (cabe recordar a Aristóteles en la Ética Nicomaquea: un hombre es virtuoso no por un hecho en sí, sino por la costumbre)
En tal sentido, cuando tenemos un buen daimón es porque llevamos una vida virtuosa reconocida por los que nos rodean. De ahí la palabra eudaimonía, que a ciencioa cierta no es más que buen daimón. Entoces felicidad sería, tal como lo indicas Thaelman, la plenitud reconocida por otros.
Jorge Luis