miércoles, 25 de agosto de 2010

Heródoto y la Libertad


Un famoso pasaje de Heródoto me dejó cautivado anoche. Digo que es famoso, porque en el se explica sucintamente la superioridad moral de las comunidades libres frente a las sometidas. Este es otro de los temas que para los antiguos es axiomático, cuya prueba más espectacular es el resultado final de la guerras entre la confederación de ciudades griegas independientes contra el gigantesco Imperio Persa. El pasaje de Heródoto sigue a continuación del relato de la revolución democrática en Atenas, y de las reformas de Clístenes que llevaron a la abolición de la oligarquía, durante la última década del siglo VI a. C. El pasaje sigue:

"Entonces Atenas avanzó de fortaleza en fortaleza, y probó, si las pruebas fueren necesarias, qué cosa más noble es la igualdad ante la ley [ἰσονομία], no sólo en un respecto, pero en todos; pues mientras fueron oprimidos bajo tiranos, no tuvieron ningún éxito en la guerra como ningún otro de sus vecinos, más, una vez el yugo fue lanzado, probaron ser lo mejores guerreros en el mundo. Esto muestra claramente que, mientras estuvieron reducidos por la autoridad, ellos deliberadamente esquivaban el deber en el campo, como los esclavos esquivan el trabajo ante sus amos; pero cuando la libertad fue ganada, entonces cada hombre entre ellos estaba interesado por la propia causa" (Heródoto: Historias: V: 78).

Este hermoso pasaje es una demostración temprana de la magnífica sabiduría política de los Antiguos. Como la molicie de la paz desencadena debilidad o la fortuna que gira ante los más inesperados acontecimientos, la idea de ciudadanos libres en armas es una idea fija en el pensamiento democrático (y republicano), en la tradición clásica. El sentido del deber inspirado en la libertad de la igualdad (la igualdad ante la ley, la verdadera y única igualdad sustancial) hace de los comunes transeúntes en temibles patriotas. El sentimiento que llevó a las colonias inglesas de Norteamérica a derrotar definitivamente a los ejércitos profesionales de la Corona, o los ciudadanos franceses que marcharon por toda Europa bajo el mando de Napoleón, o el patriotismo inagotable de los soldados de Bolívar que, provincia tras provincia, iban destruyendo los residuos del tiránico Imperio Español, el valor y la convicción de un ejército de ciudadanos orgullosos de su país y de su libertad es una fuente de victoria que no tiene hasta ahora comparación.

Es por ello que yo insisto cada vez que se toca el tema: países como China no representan un peligro real a la supervivencia de Occidente. Un crecimiento abrumador del PIB, si no viene acompañado de una fiebre por la libertad, no se traduce en grandes victorias ni magistrales generales. Como Leónidas en las Termópilas, con un puñado de griegos detuvo por días a cientos de miles de persas, los Chinos y su nación de esclavos no tiene las condiciones espirituales para amenazar la existencia de nuestra cultura amante de la libertad. Un ejemplo de ello es el resultado de la Guerra de Vietnam, conflicto armado que para los Estados Unidos representaba una estricta lucha de intereses contra la Unión Soviética, mientras que para los vietnamitas representaba una guerra a muerte por la libertad. La desproporcionada superioridad de la gran potencia de poco valió contra un pueblo que lo dio todo por ser libre.

Amigos, la verdadera amenaza de Occidente, el motivo de su aparentemente inevitable disolución, es por causas internas. Porque ese amor por la libertad, ese orgullo en el patriotismo, esa convicción de superioridad, están dejando de existir. La desmoralización en tiempos de paz y su consecuente molicie, como tan tristemente lo demuestra el continente europeo, es el estado de cosas que está matando a nuestra civilización en un lento sueño aletargado.

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