Tucídides, Polibio, Tácito: la demostración de que, fuera de lo tecnológico y estético, los Modernos no tenemos nada de novedoso. Al final somos la versión cristianizada de la experiencia política de los Antiguos. O al menos a esta conclusión he llegado con frecuencia cada vez que leo a los historiadores clásicos, lo cual me ha llevado a desarrollar la siguiente juicio: los Antiguos tenían una sabiduría política que nosotros los Modernos estamos muy lejos de poseer. Repito que hablo de sabiduría y no de conocimiento. Es decir, que sus nociones espontáneas y basadas en la experiencia histórica de cómo funciona la política y las formas de gobierno es en los autores clásicos mucho más desarrollada que los intentos ambiciosos y artificiales de la Modernidad de racionalizar la política, siempre con resultados parciales. Esto nos ha llevado a ignorar grandes temas, o incluso a descartarlos, que son determinantes en la política, y que para los Antiguos eran axiomáticos.
Para dar algunos ejemplos: un tema muy recurrente en la historiografía clásica es la Fortuna. Nosotros tenemos siglos ya, más o menos desde Hobbes, pero con insistencia incluso en Locke, Voltaire, Smith, y ni se diga de Marx y descendientes, etc., en la que nuestro pensamiento político se orienta exclusivamente en construir modelos racionales de justicia y estabilidad. Y es que todas las formas de progresismo han demostrado ser una falta de sabiduría verdaderamente vergonzosa. Creer que tenemos el control total de los factores que determinan la vida política de un pueblo y comunidad política es sencillamente ingenuo. Nunco lo hemos tenido, y la historia es una demostración de ello. Para los que lo siguen creyendo, todos nuestros sueños poshistóricos parecían estarse cumpliendo luego de la caída del muro de Berlín, hasta que dos aviones chocaron contra los edificios principales del World Trade Center en Nueva York, y la historia volvió a comenzar. Y los que hoy todavía creen que el mundo sigue un curso directo al desarrollo, se verán horrorizados ante la tragedia del oscuro y caótico futuro que espera a la civilización Occidental y sus dependencias asiáticas.
En cambio, los Antigüos estaban tan claros en el factor suerte, en el poder de la Fortuna, en su capacidad para doblar los acontecimientos, en imponer los giros más impredecibles en el desarrollo de las comunidades políticas, que un proyecto tan ambicioso y racional como el de la República de Platón concluye el libro X con Sócrates afirmando que tal forma de gobierno sólo es posible en el cielo y las ideas. Pero lo que para mí es el momento más sublime de la sabiduría de los Antiguos con respecto a la Fortuna de la política está relatado por Polibio. Dice el autor que, estando presente ante la destrucción de Cartago, nota que Escipión el Menor, el artífice de la destrucción de la archienemiga de Roma, está llorando. Polibio, siendo amigo personal de Escipión, le pregunta confundido cómo es que puede llorar en el momento en que le ha dado a su país la gloria y la victoria más grande de todas, y Escipión responde que llora por Roma, pues de la misma manera como Cartago en un tiempo dominó el mundo con su poder y hoy arde en las llamas, sufre por el día futuro en el que su ciudad también arderá. ¿Sueño de progreso y desarrollo universal? Jamás. Por el contrario, entendimiento profundo y realista de la historia y la política. Prueba de ello es que los romanos hayan deidificado a la Fortuna y pagado sus respetos a la que consideraban la fuerza más determinante del universo.
Otro tema que para los autores clásicos era prácticamente axiomático: el vicio y la degeneración que causan los períodos demasiado largos de paz, estabilidad y riqueza. Vemos este tema recurrir en buena parte de la literatura greco-romana y que para nuestras tradiciones de pensamiento político, tal idea resulta simplemente aberrante. ¿Por qué? Porque los Occidentales hemos estado soñando con un futuro de mentira. Hemos llegado a creer que el fin único y justificación última de la política es la construcción y preservación de un orden de estabilidad, prosperidad económica, fraternidad universal, donde las preocupaciones de la vida diaria se reducen a una escogencia entre placeres y diversiones. Qué pobres hemos sido. Precisamente para lo que nosotros hemos estado apuntando desde Hobbes es para los Antiguos el principio del vicio y la degradación, preludio de los peores desastres y las más grandes injusticias, como lo demuestra su historia una y otra vez, y la nuestra también; sólo que nosotros no queremos terminar de convencernos, por más evidente y aplastante que resulte esta realidad, de que todo aquello que creímo y añoramos no ha sido más que un sueño. El reino de Dios sólo existe después de la muerte (al menos eso si lo hemos entendido, aunque lamentablemente ha estado siendo desmentido los últimos trecientos años). Lo demuestra el hecho de que hayamos creado toda una corriente que no cree en el vicio, que lo desmiente, que relativiza toda realidad ética y atomiza en el individuo todo el poder soberano. Ideas superfluas que sólo han ayudado a esconder la cruel verdad: que el vicio es germen de la destrucción de la libertad y la degeneración de las formas de gobierno; que es el principio que nos hace escuálidos y ciegos ante las realidades políticas, algo que para los autores clásicos era mero sentido común. Eso está pasando hoy, y quienes lo advierten son señalados de reaccionarios y atacados de fascistas. Por favor... El vicio: toda degeneración de las costumbres que fortalecen las instituciones, y la consecutiva pérdida de la capacidad física y moral que nos permite defender y preservar las virtudes de nuestra forma de gobierno; entiéndase la libertad. Esto implica la incapacidad para identificar a los enemigos de nuestra forma de vida, y la ficción en la que usualmente vivimos de que la tolerancia de toda diferencia es justa y buena. Amenazas que incluyen un set de ideas que descompone esa misma forma de vida, para deformarla y hacerla irreconocible. Esto sucede en esos momentos de larga paz y prosperidad. Para los Antiguos era una tragedia clara y evidente. Para nosotros es el ideal último. Al final no va a hacer ninguna diferencia. Sólo quedarán los rastros de toda una civilización tonta que no identificó el germen interno de su propia desaparición. Y así concluirá nuestro papel en la tragedia.
sábado, 31 de julio de 2010
martes, 27 de julio de 2010
La purga de americanos
El aborto: uno de los temas de actualidad que más me angustia. Admito que cuando al aborto se refiere, mis niveles de tolerancia en la discusión, que siempre considero moderados y prudentes, se reducen a su mínima expresión. Los siguientes números se refieren sólo a las estadísticas de abortos legales en los Estados Unidos sacados de la Wikipedia:
Desde el año 80 hasta el 2005 las cifras de abortos legales en Estados Unidos son de 29.529.920 personas. Eso quiere decir que mucho más de treinta millones de estadounidenses, y sus hijos, podrían hoy estar vivos. Esta cifra supera de manera abrumadora el total de las bajas estadounidenses en todas las guerras luchadas por ese país combinadas. Todas las guerras en los doscientos veinte y cuatro años de historia republicana que Estados Unidos ha luchado no han cobrado ni la veinteava parte de la cantidad de abortos que se han cometido en los últimos treinta años. ¿Cuánta fuerza productiva no perdió los Estados Unidos en semejante cifra? ¿Cuántos de esos millones no pudieron haber sido grandes científicos, descubridores de vacunas o de nuevas tecnologías? ¿Cuántos empresarios emprendedores y toda la riqueza potencial que pudieron haber generado se ha perdido? ¿Cuántos de esos millones pudieron haber sido reformadores, luchadores sociales, académicos, escritores? ¿Cuántos de ellos estarían ofreciendo hoy su servicio como soldados? ¿Cuántos no fueron talentosos oficiales? ¿Cuántos de ellos pudieron haber sido grandes y galardonados artistas? ¿Cuántos pudieron haber sido presidente de los Estados Unidos, gobernadores o senadores?
Más de treinta millones de muertes es una cifra comparable a las purgas de Stalin.
¿Valen la pena?
Desde el año 80 hasta el 2005 las cifras de abortos legales en Estados Unidos son de 29.529.920 personas. Eso quiere decir que mucho más de treinta millones de estadounidenses, y sus hijos, podrían hoy estar vivos. Esta cifra supera de manera abrumadora el total de las bajas estadounidenses en todas las guerras luchadas por ese país combinadas. Todas las guerras en los doscientos veinte y cuatro años de historia republicana que Estados Unidos ha luchado no han cobrado ni la veinteava parte de la cantidad de abortos que se han cometido en los últimos treinta años. ¿Cuánta fuerza productiva no perdió los Estados Unidos en semejante cifra? ¿Cuántos de esos millones no pudieron haber sido grandes científicos, descubridores de vacunas o de nuevas tecnologías? ¿Cuántos empresarios emprendedores y toda la riqueza potencial que pudieron haber generado se ha perdido? ¿Cuántos de esos millones pudieron haber sido reformadores, luchadores sociales, académicos, escritores? ¿Cuántos de ellos estarían ofreciendo hoy su servicio como soldados? ¿Cuántos no fueron talentosos oficiales? ¿Cuántos de ellos pudieron haber sido grandes y galardonados artistas? ¿Cuántos pudieron haber sido presidente de los Estados Unidos, gobernadores o senadores?
Más de treinta millones de muertes es una cifra comparable a las purgas de Stalin.
¿Valen la pena?
viernes, 23 de julio de 2010
Lectura del Sermón de la Montaña
Mateo 5:3-12
3 Bienaventurados los pobres
en espíritu: porque de ellos es el
reino de los cielos.
4 Bienaventurados los que lloran:
porque ellos recibirán consolación.
5 Bienaventurados los mansos:
porque ellos recibirán la tierra
por heredar.
6 Bienaventurados los que
tienen hambre y sed de justicia:
porque ellos serán hartos.
7 Bienaventurados los misericor-
diosos: porque ellos alcanzarán
misericordia.
8 Bienaventurados los limpios
de corazón: porque ellos verán
a Dios.
9 Bienaventurados los pacifica-
dores: porque ellos serán llama-
dos hijos de Dios.
10 Bienaventurados los que
sufren persecusión por causa de
la justicia: porque de ellos es el
reino de los cielos.
11 Bienaventurados sois cuan-
do os vituperen y os persiguie-
ren, y dijeren de vosotros todo
mal por mi causa, mintiendo.
12 Gozaos y alegraos; porque
vuestra merced es grande en
los cielos: que así persiguieron
a los profetas que fueron antes
de vosotros.
Así concluye la primera parte del Sermón de la Montaña, la promesa del Cristianismo a la humanidad. Sus enemigos lo han interpretado maliciosamente, como una declaración de conformismo y opresión. Los progresistas, desde Voltaire hasta hoy, sueñan con un mundo sin oprimidos, sin injusticia, sin diferencias, sin dolor. Por ello desprecian la promesa del Cristianismo como vana, irreal, ilusoria, embustera; mientras que prometen un mundo de paz y concordia que nunca vino, que se convirtió en argumento pero las peores tiranías, y sólo ha logrado incrementar el dolor y el error. Fueron ingénuos en su arrogancia. No comprendieron que el mensaje de Cristo es un mensaje a todo individuo que algún dolor o aflicción padece, y que siendo absolutamente imposible erradicar la injusticia del mundo, el reino de Dios es un reino donde todas esas ofensas y marcas de la vida son compensadas en un equilibrio perfecto. El deseo de vengar las aflicciones sólo lleva a la perdición, a mayor injusticia en la tierra, y a la condena definitiva de nuestras almas. ¿Por qué? Porque fuimos demasiado arrogantes; creímos que podíamos hacer el trabajo de Dios en un mundo imperfecto con nuestras conciencias imperfectas. No se trata de padecer a drede, no se trata de imponerse una vida de miseria; se trata de preservar la convicción de que sea cual fuere la injusticia que hemos sufrido en este mundo, por ellas seremos recompensados en el reino de Dios. Tal justicia no puede ser engañada con triquiñuelas e hipocrecía. El compromiso de la fe debe ser verdadero o no ser. He allí el dilema.
3 Bienaventurados los pobres
en espíritu: porque de ellos es el
reino de los cielos.
4 Bienaventurados los que lloran:
porque ellos recibirán consolación.
5 Bienaventurados los mansos:
porque ellos recibirán la tierra
por heredar.
6 Bienaventurados los que
tienen hambre y sed de justicia:
porque ellos serán hartos.
7 Bienaventurados los misericor-
diosos: porque ellos alcanzarán
misericordia.
8 Bienaventurados los limpios
de corazón: porque ellos verán
a Dios.
9 Bienaventurados los pacifica-
dores: porque ellos serán llama-
dos hijos de Dios.
10 Bienaventurados los que
sufren persecusión por causa de
la justicia: porque de ellos es el
reino de los cielos.
11 Bienaventurados sois cuan-
do os vituperen y os persiguie-
ren, y dijeren de vosotros todo
mal por mi causa, mintiendo.
12 Gozaos y alegraos; porque
vuestra merced es grande en
los cielos: que así persiguieron
a los profetas que fueron antes
de vosotros.
Así concluye la primera parte del Sermón de la Montaña, la promesa del Cristianismo a la humanidad. Sus enemigos lo han interpretado maliciosamente, como una declaración de conformismo y opresión. Los progresistas, desde Voltaire hasta hoy, sueñan con un mundo sin oprimidos, sin injusticia, sin diferencias, sin dolor. Por ello desprecian la promesa del Cristianismo como vana, irreal, ilusoria, embustera; mientras que prometen un mundo de paz y concordia que nunca vino, que se convirtió en argumento pero las peores tiranías, y sólo ha logrado incrementar el dolor y el error. Fueron ingénuos en su arrogancia. No comprendieron que el mensaje de Cristo es un mensaje a todo individuo que algún dolor o aflicción padece, y que siendo absolutamente imposible erradicar la injusticia del mundo, el reino de Dios es un reino donde todas esas ofensas y marcas de la vida son compensadas en un equilibrio perfecto. El deseo de vengar las aflicciones sólo lleva a la perdición, a mayor injusticia en la tierra, y a la condena definitiva de nuestras almas. ¿Por qué? Porque fuimos demasiado arrogantes; creímos que podíamos hacer el trabajo de Dios en un mundo imperfecto con nuestras conciencias imperfectas. No se trata de padecer a drede, no se trata de imponerse una vida de miseria; se trata de preservar la convicción de que sea cual fuere la injusticia que hemos sufrido en este mundo, por ellas seremos recompensados en el reino de Dios. Tal justicia no puede ser engañada con triquiñuelas e hipocrecía. El compromiso de la fe debe ser verdadero o no ser. He allí el dilema.
domingo, 11 de julio de 2010
Reflexiones finales sobre Avatar
Pues vi Avatar una vez más, esta vez en 3D. Sinceramente me parece que la tercera dimensión no le agrega nada demasiado extraordinario a excepción de un par de tomas. Dentro de todo me gustó más en dos dimensiones, como se ven las películas tradicionalmente.
Pero no es eso exactamente de lo que quiero hablar. La película ha sido controversial, y críticas de todo tipo han salido a relucir. Todo el mundo está de acuerdo en que es la famosa historia de Pocahontas pero en el futuro y en otro planeta. Y es que el talento de Cameron consiste en contarnos historias tradicionales pero de maneras extraordinarias y excepcionalmente emocionantes. Es buen cuenta cuentos, además de un tremendo director de cine. Sin embargo, no fue sino hasta esta última vez que capté por completo la injusticia que subyace en la historia de Avatar, y el motivo por el cual a muchas personas esta película les pudo haber resultado desagradable.
Aquí en Estados Unidos muchos dijeron que la película tenía un mensaje antiamericano; que había una agenda liberal detrás de sus grandiosos efectos especiales; que criticaba descaradamente a la administración Bush, y otra cantidad de sandeces que se dijo al respecto. Sin embargo, no se puede negar, existe un mensaje explícito en la película, en las múltiples referencias al planeta Tierra como un planeta muerto, sin vida, destruido. El mensaje ecologista de la película es bastante evidente. Yo no tengo problema con ese mensaje, aunque no lo comparta del todo.
A lo que voy: esta película trata una historia que se ha repetido centenares de veces desde que el hombre es hombre. El encuentro entre una cultura altamente desarrollada y otra en un estado de primitivismo tecnológico. El resultado siempre es igual: la cultura más desarrollada aplasta a la más primitiva, dejando pocos o ningún rastro de ella. Avatar trata específicamente de la aniquilación de las tribus indígenas de América del Norte (con la excepción de que en la película ganan los aborígenes), a través de la muy conocida historia de Pocahontas. Sin embargo, la película contruye una historia a partir de elementos históricamente disconexos, pero que todos hacen referencia a los Estados Unidos. En una sola frase, Avatar es el siguiente escenario: la destrucción de los indios norteamericanos por tropas mercenarias de estadounidenses como Blackwaters, en búsqueda de un recurso energético muy valioso como el petróleo, cuyo resultado final es una derrota en escenario selvático como en Vietnam. ¿Suena absurdo? Es que es absurdo.
Los indios norteamericanos fueron aniquilados entre los siglos XVIII y XIX, pero por oleadas de colonos, familias armadas, muchas de ellas inmigrantes europeos, que a la caza de nuevas oportunidades iban masivamente en busca de tierras sin dueño. No fueron mercenarios pagados por ninguna compañía trasnacional los que eliminaron a los indios. Por su parte, los mercenarios de Avatar se parecen más a organizaciones como Blackwater, grupo de mercenarios privados que han tenido una participación más o menos condenable en la actual ocupación norteamericana de Irak. En Avatar, la teoría que sostiene que los Estados Unidos invadió a Irak para asegurarse el petróleo se parece mucho más al motivo por el cual estas tropas de mercenarios viajan a Pandora en búsqueda de unobtanium. Esto sumado a un par de comentarios que refieren a la guerra contra el terror, vocabulario de la administración Bush, nos da a entender que Cameron está asumiendo una postura claramente política ante el tema. Y por último, una guerra asimétrica en escenario selvático en el que la población indígena, con una moral superior y un espíritu de sacrificio inquebrantable derrotan a los más avanzados terrestres, resultado que se parece mucho a la derrota de los Estados Unidos en la Guerra de Vietnam.
Mi punto es, James Cameron es un tremendo director, pero también es un vivo. En Avatar se hace con todas las historias negras de los Estados Unidos y las unifica de manera coherente en una sóla película de ciencia ficción, con efectos especiales de última tecnología y con un guión maravillosamente construido. El resultado, una visión parcializada y anti-americana que resulta altamente sospechoza, por más que la película, en tanto obra de arte, sea espectacular.
Pero no es eso exactamente de lo que quiero hablar. La película ha sido controversial, y críticas de todo tipo han salido a relucir. Todo el mundo está de acuerdo en que es la famosa historia de Pocahontas pero en el futuro y en otro planeta. Y es que el talento de Cameron consiste en contarnos historias tradicionales pero de maneras extraordinarias y excepcionalmente emocionantes. Es buen cuenta cuentos, además de un tremendo director de cine. Sin embargo, no fue sino hasta esta última vez que capté por completo la injusticia que subyace en la historia de Avatar, y el motivo por el cual a muchas personas esta película les pudo haber resultado desagradable.
Aquí en Estados Unidos muchos dijeron que la película tenía un mensaje antiamericano; que había una agenda liberal detrás de sus grandiosos efectos especiales; que criticaba descaradamente a la administración Bush, y otra cantidad de sandeces que se dijo al respecto. Sin embargo, no se puede negar, existe un mensaje explícito en la película, en las múltiples referencias al planeta Tierra como un planeta muerto, sin vida, destruido. El mensaje ecologista de la película es bastante evidente. Yo no tengo problema con ese mensaje, aunque no lo comparta del todo.
A lo que voy: esta película trata una historia que se ha repetido centenares de veces desde que el hombre es hombre. El encuentro entre una cultura altamente desarrollada y otra en un estado de primitivismo tecnológico. El resultado siempre es igual: la cultura más desarrollada aplasta a la más primitiva, dejando pocos o ningún rastro de ella. Avatar trata específicamente de la aniquilación de las tribus indígenas de América del Norte (con la excepción de que en la película ganan los aborígenes), a través de la muy conocida historia de Pocahontas. Sin embargo, la película contruye una historia a partir de elementos históricamente disconexos, pero que todos hacen referencia a los Estados Unidos. En una sola frase, Avatar es el siguiente escenario: la destrucción de los indios norteamericanos por tropas mercenarias de estadounidenses como Blackwaters, en búsqueda de un recurso energético muy valioso como el petróleo, cuyo resultado final es una derrota en escenario selvático como en Vietnam. ¿Suena absurdo? Es que es absurdo.
Los indios norteamericanos fueron aniquilados entre los siglos XVIII y XIX, pero por oleadas de colonos, familias armadas, muchas de ellas inmigrantes europeos, que a la caza de nuevas oportunidades iban masivamente en busca de tierras sin dueño. No fueron mercenarios pagados por ninguna compañía trasnacional los que eliminaron a los indios. Por su parte, los mercenarios de Avatar se parecen más a organizaciones como Blackwater, grupo de mercenarios privados que han tenido una participación más o menos condenable en la actual ocupación norteamericana de Irak. En Avatar, la teoría que sostiene que los Estados Unidos invadió a Irak para asegurarse el petróleo se parece mucho más al motivo por el cual estas tropas de mercenarios viajan a Pandora en búsqueda de unobtanium. Esto sumado a un par de comentarios que refieren a la guerra contra el terror, vocabulario de la administración Bush, nos da a entender que Cameron está asumiendo una postura claramente política ante el tema. Y por último, una guerra asimétrica en escenario selvático en el que la población indígena, con una moral superior y un espíritu de sacrificio inquebrantable derrotan a los más avanzados terrestres, resultado que se parece mucho a la derrota de los Estados Unidos en la Guerra de Vietnam.
Mi punto es, James Cameron es un tremendo director, pero también es un vivo. En Avatar se hace con todas las historias negras de los Estados Unidos y las unifica de manera coherente en una sóla película de ciencia ficción, con efectos especiales de última tecnología y con un guión maravillosamente construido. El resultado, una visión parcializada y anti-americana que resulta altamente sospechoza, por más que la película, en tanto obra de arte, sea espectacular.
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